
Es triste, la Academia.
Primero es una escuela del desvelo y una escalera hacia la incomprensión. Mientras otros pasan de la vida a la práctica, el académico pasa de la vida a los libros y de ahí, al claustro de la teoría: burbuja-caparazón que se endurece al tiempo pasar.
La Academia alimenta, nutre y forma, pero también distancia. Aleja de lo mundano, de lo básico, del día a día. Es –como alguna vez reflexioné– una excelente manera de conocer a un cetáceo sin tener que mirarlo en acción [leerlo aquí]. Es también una forma de crear un amor dependiente… del sujeto de estudio.
Nos da tanto, que muchos lo ignoramos: está tan enamorada de su torreón, que falla al descender. Por eso son los oportunistas desapegados quienes usufructúan sus hallazgos y los entregan al poder. El problema de la Academia es que ni con sus coterráneos habla el mismo idioma: en su exploración se aleja y crea conceptos ininteligibles para quienes ya antes desconocían el libro más elemental. Y entonces los académicos pasan a ser los locos, los intolerantes, los raros y los enfermos. Enfermos del único mal: el virus de la curiosidad.
¡El pecado de querer saber más!
Y al final, es triste la Academia: por tanto aprender, deja de enseñar. Culpable por permitir que una falsa verdad se convierta en la dictadura de la pseudo colectividad. Culpable de no divulgar, de no salir a la calle a luchar.
Triste Academia. Triste cuando prefiere callar.
Mas
La academia es muy difícil de entender. La mayor parte de la gente habla de “los profes” como si eso fuera toda la universidad. Son tan pocos los investigadores, que frecuentemente son tildados de locos, más cuando lo hacen por amor a la sabiduría, como una respuesta a los cuestionamientos filosóficos del por qué y para qué estamos aquí. Para nuestra mala fortuna, en países como México, representan algo así como 23 de cada 100 mil personas, un número irrisorio (nota acá).
Por si fuera poco, la academia es todavía menos militante. No dudo que de 10 académicos, menos de uno salga a la calle, al campo, a presentar batalla para buscar mundos alternos… y es que también nuestro sistema de investigación pide números, no resultados.
Este texto es uno de los tantos que siempre he querido pensar y compartir.
Acerca de la foto
Me parece imposible no ligar a la Academia con El Nombre de la Rosa. Aunque en la película se trata de sacerdotes, en el fondo se encuentra la discusión sobre el conocimiento y el acceso a él. ¿Quién debería o podría limitarnos el acceso al saber? ¿Cuál es la función del investigador? Tal vez –pienso mientras escribo esto– nos haga falta una pieza humana entre la investigación y la población: el divulgador de la ciencia, aquel que puede transformar el texto de investigación en un artículo para todo el público.