
Leo a Heriberto Frías y sus descripciones de la tropa. Sí, de la tropa, el ejército, la soldadesca, no los revolucionarios, avanzando en un país inhóspito, Chihuahua. Estamos en 1893, en plena época porfiriana. Los soldados necesitaron dos días de tren para llegar a la capital, y de ahí otros seis a pie para llegar hasta la Sierra, a pelear con unos rebeldes de un pueblito llamado Temóchic. Se sublevaron por razones aún poco claras, pero más relacionadas con los asuntos de la fe y los malos entendidos, que con sus condiciones sociales.
Han derrotado dos veces al ejército y Don Porfirio, ahora sí enojado, ha decidido mandar artillería y dos contingentes para acallar a los insurrectos, que no pueden esparcir el desorden así como Juan por su sierra. Dicen que son tan bravos que se comerían a la gente viva, así que para evitarlo, hay que golpear primero y preguntar después. Del relato hablo en el apartado de abajo, pero por ahora, vayamos al tema que aquí me ocupa: las soldaderas.
Mientras leo las profundas descripciones de Frías, pienso en ellas, las soldaderas, mujeres que acompañan a la tropa. Le anteceden para llegar a los pueblos, al trote. Consiguen víveres y preparan el campamento, con sus ollas a cuestas, atados de ropa y alimentos recolectados en el camino. Visten con andrajos, están sucias, pero levantan la moral y alimentan a su hombre. Fieles y sumisas.
Reflexiono muchas cosas. Por ejemplo, que México es un país que en ese momento no tiene ni siquiera para alimentar bien a su ejército. Pienso en la enorme desigualdad que se cultiva desde siempre: la chusma al campo, al ejército y a joderse; el dinero y el progreso a la ciudad, El General Porfirio, como dice Frías, “tomando chocolate en Palacio”, mientras sus hombres apenas tienen bocado; lo mismo que pasaba en la época de Santa Anna. Este país no ha tenido nunca un Estado con “e” mayúscula, siempre un pedazo de país, un trozo de sueño, un ensueño de nación, gobiernitos de impunidad llenos de pequeños héroes y grandes mártires.
Pero también me imagino el rol de las soldaderas: por un lado compañeras, enfermeras, cocineras, sastres, lavanderas y damas de compañia, y por el otro madres solícitas que cuidan de sus hijos que van a la guerra a pelear contra otros hijos-esposos, de otras soldaderas. Los mismo siempre: las hijas de la Chingada de Octavio Paz.
Mujeres que aguantan y soportan pendejadas de hombres. En el espacio urbano, en el rural, en la política, en la calle: la misma relación compleja en todo este país que gira en torno al mismo personaje, la madre-mujer. La que construye a sus machitos-pareja dándoles lo que no saben hacer y hace niños-machito para que le rindan pleitesía: “gracias madre”, “sí, madre”, “vamos a la guerra, madre”… nunca una total independencia, siempre una apocada dependencia.
¿Qué tenían que ir a hacer esas mujeres a los campos de batalla? ¿En qué otros ejércitos –no tribales– ha existido siempre una mujer que acompañe a su hombre a guerrear? Supongo que solo en los países con ejércitos de juguete, en las armadas sociales que resisten a pie de olla, desde el anafre y el carbón, cocinando lo que se encuentre para alimentar pugnas fraternas sin sentido. Soldados-niño, soldados-macho.
Y cierro mi reflexión diciéndome que así se ha hecho este país, con mujeres valientes, mujeres acompañantes: “primeras damas”, “soldaderas”, madres, esposas que apenas ahora comienzan a tomar un papel propio, que se independizan y deshacen de los dependientes que las subyugan ante su aceptación. Largo es el camino de la emancipación, el que permite que cada género vaya independiente a su trozo de lucha, construyendo su espacio y su propio país.
¿Cuánto nos falta para lograrlo? ¿Será que esta dependencia sea parte de nuestra pequeña y dañina construcción nacional?

Más…
Tomóchic es un libro de Heriberto Frías, escritor, soldado, pensador de la época porfiriana que tuvo el lance de publicar este texto crítico del gobierno porfiriano mientras éste aún mandaba en el país. En 1906 fue juzgado en Concejo de Guerra y expulsado del ejército. Vivió la revolución con Madero, Carranza, Obregón, Huerta y residió en Mazatlán, Hermosillo, Ciudad de México y hasta en Cádiz, donde fue embajador. Estuvo también encarcelado y murió prácticamente ciego, pero escribiendo.
En Tomóchic, Frías cuenta una insurrección muy al estilo “La Guerra del Fin del Mundo”, de Vargas Llosa, al grado que tuve el maligno pensamiento de que don Mario se hubiera agenciado parte de su estilo. Por supuesto, sin demérito de esta historia del Brasil en la que un mesías organizó su ejército para resistir también al mal gobierno. A veces pareciera que de fanatismos está hecho el mundo.
Acá la otra historia, la de Joao Conselheiro