Las seis. El aire acondicionado no funcionó otra vez. A esta hora, las aspas del ventilador son una licuadora de aire caliente y olores de cuarto cerrado. Si prendes el clima, no ventilas; y si no ventilas, respiras todos tus poros. Si abres, en cambio, huele a pescado muerto y aunque el aire circula, pululan los ruidos: de motos, de camiones, y de gente insomne que piensa que a mayor número de decibeles, más cultura. Así se adueñan de la calle, de la colonia, y de la tranquilidad de los demás.
Y como no te dejaron dormir, amaneces mal, con el apeste en la nariz y el humor clavado en el hígado… Así es la pseudo-vida en una zona industrial en el suburbio mazatleco donde habita la masa, donde no paran los turistas que se vanaglorian de su linda terraza frente al mar; así es la vida al sur de Urías, donde el perfume lo aportan las empacadoras de harina de pescado, y no el viento de la montaña o del mar. Así se reproduce el estilo de vida de la sociedad marginal.
Historias de aires acondicionados desvencijados: ora sudado, luego congelado; sábanas hechas bolas o tú envuelto en ellas. Frío-calor-frío-calor–frío… ad nauseam. Viajes trepidantes a Oniria que se interrumpen según la temperatura del cuerpo: instantes cortos, irrupciones y desapariciones. En un momento te sueñas en Noruega, en otro en Nigeria; a veces en el mar, atrapado por el pulpo-sábana. Un arte, vivir en la parte jodida del occidente ignorado del país, aunque –bien dicen– todo es cuestión de tiempo: somos tan adaptables como esos insectos alados de forma aplastada.
Tomas el teléfono con un ojo cerrado y el otro a medio abrir. Te dices que no lo quieres ver, pero sabes que mamá siempre da los buenos días; más vale que respondas la imagen de Piolín o del arcoíris de fondo con Jesús y su mano extendida. “Buenos días, hijitos, que Dios les bendiga. ¿Cuándo van a venir? Ya tiene casi un año que no los veo. Un día de estos amanezco muerta y ustedes…” “–Hola má! Te mando muchos abrazos, muchos. Prometo que iré en las próximas vacaciones…” “Ay hijito, siempre dices lo mismo, pero bueno, DTB”, responde tu madre, que ya usa los acrónimos de las redes mejor que el editor de tu noticiero favorito. “No, no quiero ver los mensajes del trabajo”, te dices. Sabes que empiezas con uno, y sigues y sigues. Y tú que quieres levantarte temprano, ir a hacer ejercicio, nadar, y no… nada de nada. Si lo haces, conectarás una cosa con otra y de pronto serán las nueve. Putearás otra vez porque no fuiste a nadar, por enésima ocasión. “¿Para eso querías vivir en la playa? Hola Mary, sí, buenos días, nos vemos a las 11, para la cita con los clientes nuevos.”
Hoy no. Hoy sí lograré botar el teléfono. Son los días de aire fresco y mar ligeramente frío, previos a la llegada del infierno ardiente, el purgatorio sinaloense. Después la mar se hará una sopa gigante y te arrepentirás. Hazlo, hazlo, hazlo, deja ese puto teléfono. Todavía no son las siete, vamos, anímate. Sal, levántate, abre la ventana: cruz cruz, que se abra la ventana, que se vaya el diablo apestoso y venga el mar de Jesús.
El teléfono es el peor aliado de la gente solitaria. En el fondo, es como tener pareja: ese cuadrito de 15 x 8 y menos de 200 gramos jode y jode; quita tiempo, te secuestra en la cama, te da sexo, te mete ideas locas, te saca dinero, te da dinero, te dice qué tienes que hacer; te da libertad y al mismo tiempo te mantiene encadenado… y eso que no tiene hilos. La pareja, al menos, se duerme, se ocupa o tiene patrón y debe ir a trabajar: el teléfono, no. Te asusta tanto verlo sin pila y perderlo, que ni siquiera lo apagas para cargarlo.
Hoy será diferente. Por fin lograste deshacerte de la moral luterana del trabajo y del sentimiento de culpabilidad de ir al mar un jueves por la mañana. Te domaron tanto estos últimos cincuenta años que eres un perfecto soldadito del sistema. Estás a nada de tu premio de empleado del mes, y eso que trabajas solo: carga esclavo, produce, ahorra, compra una casa a veinte años de deuda, firma el crédito del auto nuevo, junta para la colegiatura, manda a tu hijo a Suecia para que aprenda del primer mundo y se meta en pelotas con mujeres rubias de grandes pechos en la tina de madera; globaliza la cachondez mexicana, desea una nuera tetona y rubia, al fin que soñar es parte del derecho luterano a una mejor vida… Sí, ya casi llegas a la puerta: los gogles, la toalla, la billetera.
Llévate el sopor y lánzalo por la ventana abierta, que se largue de una buena vez.
Suena el teléfono. “No, no contestes eso. ¡Te van a regresar! ¡No contestes! ¡No!” Al fin, sales por esa carretera de doble vía con la sonrisa de oreja a oreja: ahí adelante el letrero te guiñe: “playa, 30 kilómetros”. Linda excursión mañanera. Esquivas cajas de cartón y latas de cerveza regadas, te sumas a la vía federal, y dejas de pensar dónde estás y qué haces: “Lo que importa es a dónde voy y qué haré”, te engañas.
El chip de Bill Gates, el geolocalizador de Jeff Bezos, las cookies de Zuckerberg y el hack de Elon Musk están preguntándose qué falló. ¿Cómo es que la mujeres en bikini, los perros que actúan como humanos, las imágenes de los orangutanes que toquetean a las chicas o las bailarinas idiotas que hacen los mismos pasos con la misma canción no lograron hacerte quedar media hora más en la cama, como siempre? “Bueno”, se dicen, “aprovechen y si dijo “playa” véndanle un traje de baño, un parasol, una residencia frente al mar, o un bloqueador. ¡No lo dejen escapar!”. Andanada de anuncios: ¿Vas solo a la playa? Tenemos el mejor servicio de escorts, las más lindas de México y te pueden facturar… “llama ahora al seis sesenta y nueve, sesenta y nueve sesenta y nueve, se sienta y mueve”, dice la voz sexy; “sesenta y nueve”, repite el eco. “Llévame contigo…” Lo haces: tomas tu teléfono de las mil historias, tu teléfono Aleph. Suerte que Bezos no ha leído a Borges.
Dirección: aeropuerto; velocidad, la que se pueda; viento de frente, treinta nudos. Estamos tomando vuelo, capitán, eres todo un Major Tom… Check ignition and might God’s love be with you… cien kilómetros y una rola por hora. Adiós ciudad, bienvenida evasión. Salida: “Isla de la Piedra – Aeropuerto”.
La única isla que no es isla, pero a veces son mejores la mentiras que la horrible realidad de vivir a tres kilómetros del basurero municipal, a treinta grados centígrados, en calles sucias, sin árboles. En quince minutos te transportas al Road Trip. Música, carretera, naturaleza. Nunca debimos salir del bosque, chimpancés. ¿Cuándo se nos ocurrió ser humanos?
Isla, cocos, mangos. Una y otra vez. Oligo-cultivo. No “mono”, porque hay dos especies: no solo son kilómetros de mango, sino que estos se intercalan con palmeras y últimamente, la diversidad asoma: se venden terrenos. Pronto se sumará otra especie al paisaje: el homínido suburbano, nacional e importado, listo para devorar espacios, construir casas en zonas inundables, sin permisos pero con tranzas con los ejidatarios y los del municipio. Homínido Okupa Millenial, con permiso para arrasar. Destructor que dice amar a la naturaleza.
El teléfono, esta vez dominado, yace en la pared lateral del auto, confinado y ofendido. De las 15 aperturas por minuto ha pasado a la triste estadística de 7 minutos sin actividad. Las alertas están encendidas en los headquarters de Silicon Valley: “¡Man down, man down. Teléfono abandonado, problemas en el algoritmo. ¡Revisión de tiempos y distancias urgente! ¿Están seguros de que tenemos cobertura mundial? ¡Alerta, teléfono muerto! Peor aun: ¡Se reporta cero presencia humana en el auto! Teléfono abandonado. Repito: ¡El teléfono fue dejado en el auto! ¿Qué está pasando?”
Sí, dejé el teléfono en el carro. No sabe nadar, no lo quiero mojar. Hoy no quiero fotos. ¿Lograré separarme media hora de mi relación tóxica? El mar, ahí, me mira con sus olas interminables bien abiertas, como deseándome los buenos días: “ven, ven, aquí hay otra dimensión”, parece decir. Me quito la playera, me esparzo bloqueador, miro el horizonte. Al fondo, la Isla de Chivos, hacia donde nadaré; a la izquierda, lejos, un islote sin nombre. Calistenia, sandalias al rincón, medio escondidas, aunque sabes que acá nadie se roba nada. Avanzo hacia el mar con el mismo miedo de siempre: ¿qué habrá ahí dentro hoy? ¿Con qué me cruzaré? ¿Será hoy que pise la mantarraya que siempre quise evitar? Arrastra los pies… ¡Arrástralos, para que no le caigas encima, ya te lo he dicho!”. No seas miedoso, no pasa nada, hoy es un buen día, la fuerza está contigo. La boya en la cintura, el hombre de montaña tentando su suerte con el mar. Frío en los pies, frío en los desos: momento crucial, porque cuando ellos se mojan, ya todo el cuerpo puede pasar: son reguladores, fusibles, switches del ánimo. Si no hay desconexión al entrar, podemos seguir explorando, capitán.
Fuerza y ánimo: los huevos ya están adentro.
Se me olvida todo. Me pongo en presente continuo. Bien lo dicen: si no sientes mariposas en el estómago, hay exceso de confianza, y demasiada seguridad significa peligro. Tienes que sentirlo, tienes que temerle. Hace meses que no venía a nadar: la ola me cubre medio pecho, me ajusto los gogles. Me sumo debajo de la ola. Silencio de mar, ruido de burbujas y agua que revuelve.
¿Cómo somos capaces de olvidar que la felicidad no se cuenta en dinero, que no hay millones que suplan el contacto con el océano, que siempre es preciso volver a ese punto del que salimos hace millones de años? “Humanos de mente corta que negaís vuestro origen, sin saber que sois la razón de lo mismo que perdeís”, reformulas. La mar, el misterio y la magia de la soledad: libertad e indefensión en el útero del origen de la vida.
Respeto y miedo. Pienso en tantos “¿Y si de pronto….?” que prefiero hacerlos de lado y avanzar, concentrándome en mi pésima técnica natatoria de alto ánimo. Siento el agua en la piel, paladeo la sal, miro la playa en la lejanía y hago lo que puedo: sobrevivir, no ganar el triatlón; dorso, crawl, ranita, perrito. Hay que llegar, sólo eso, porque cuando ya no se siente el fondo, no se puede parar. ¿Cuántos metros de océano habrá debajo de mí? ¿Y de distancia a la playa?
¿Por qué tardé tanto en volver? ¿Acaso no venimos a esto al mundo: a disfrutar el planeta y vivir con él? La moral del trabajo y la productividad: labura, rinde, trabaja, produce, haz, sé. Remen, remen, remen…
Cuarenta minutos después estoy de vuelta en la playa, feliz, pleno, satisfecho y tocando tierra firme, como el primer anfibio. El viaje se ha terminado, retomo mi aliento, me dejo secar al sol, con los pies llenos de arena y el corazón henchido de orgullo: sobreviví, nadé, soy un ser de mar…
Tres minutos después la realidad me lacera todo el cuerpo: end of the adventure, welcome back, Apollo XIII. Bienvenido Forrest; Corre, Lola, corre.
Al abrir el auto lo primero que haces es abalanzarte sobre él. Por arte de magia se apagan las alarmas en Silicon Valley: WhatsApp está de vuelta, se encienden las flechitas azules; Facebook registra actividad de nuevo, la mierda circula otra vez en Twitter. El exiliado temporal vuelve a la jaula.
“Estamos de regreso, señores”, anuncia solemnemente el algoritmo: “fue uno de esos idiotas que de pronto saltan del plano cartesiano y encima, sueñan. Todos a sus puestos: work, work, work.”
Y tú, humano rebelde, sube al auto y maneja de regreso hacia tu “civilización” y los tuyos: acepta el mágico látigo de la moral luterana, que mañana hay que pagar la colegiatura de los niños.
Más
El sopor del amanecer siempre me hace pensar en la escena inicial de Blade Runner: una oficina caliente, con un ventilador girando, un replicante y un investigador. Calor como el que también retrata muy bien Wong Kar Wai en alguna de sus películas. Siento las aspas girar cortando el viento y haciendo ese ruido monótono y aburrido… al mismo tiempo tan potente.
Vivir en la playa es el sueño de muchos, pero nadie sabe lo que es hasta vivir donde lo hace la población menos afortunada: finalmente, para una casa en la playa, hay cientos tierra adentro que no reciben ni la brisa ni la vista. Así fue mi primer año en Mazatlán, en una zona poco atractiva para el turismo, aunque sí mucho para la sociología. Ya contaré más.
Y pensarlo y recordar la necesidad de escapada me lleva a este cuento, del que nada es verdad, pero tampoco mentira. Solo espero que lo disfrutes.
Te dejo abajo la escena inicial de Blade Runner
La foto
En una de esas ocasiones en que sí fue el teléfono y se coló a nadar.
Alicia
julio 2, 2023 @ 6:03 pm
Interesante.
Me gustó porque conozco Mazatlan
La reflexión sobre la visda es tan cierta…
Samuel Morales
julio 2, 2023 @ 6:48 pm
Gracias! La vida siempre es una para algunos, y distinta para otros. Mazatlán no es la excepción. Saludos y bienvenidos todos los comentarios!
Lizeth Vega Mondragón
junio 30, 2023 @ 2:45 pm
Me encantó mi estimado Sam, nunca había leído tu Andar & Ego!!
¡Felicidades!
Samuel Morales
julio 1, 2023 @ 10:36 pm
Hola Liz! Pues bienvenida! Acá siempre hay algo que leer.
Thalya
junio 30, 2023 @ 4:01 am
Si, el mar parece curarlo todo pero no la adicción a este pequeño aparato … Lo bueno es que ahora será tu bicla la que te llevará a nuevos rumbos…
Nahui
junio 30, 2023 @ 3:34 am
Puedo imaginar las escenas y tal vez la expresión de tu cara,
Definitivamente las experiencias son carnita para el lápiz.
Gracias por compartir.