El cambio, esa linda palabra
“Vivimos una época de cambios”, nos dicen. Lo cierto es que todas lo han sido desde el inicio de la humanidad; incluso miles de millones de años antes de nuestra llegada al planeta. Si algo permanece inamovible, no es nuestro mundo. Más bien, pareciera que el cambio es un asunto de escala, localización y habilidad de adaptación. ¿Lo charlamos en mil palabras?
Hay cambios que suceden todos los días en nuestro cuerpo, a una escala nanométrica. Millones de células se reemplazan en un día, mientras otras tardan una vida; hay mutaciones que tomaron miles de años o generaciones, pero la variación siempre está ahí, es solo que no nos detenemos a mirarla, o no queremos verla; muchas no nos atañen en el momento, así que los obviamos, hasta que se presentan ante nuestros ojos, y entonces nos sorprendemos: ¿cómo que perdí el trabajo? ¿En qué momento cambió mi relación de pareja? ¿Por qué está tan mal esta sociedad?
Los humanos tenemos una habilidad selectora: vemos lo que queremos gracias a una especie de caparazón de comodidad. Deseamos que nada nos venga a importunar la calma, la paz y el statu quo: preferimos ser, desde hace cientos de años, sedentarios y estáticos. Claro, podemos decidir cambiar, pero no por obligación: nos queremos capitanes de nuestra propia nave, sin reconocer que esta embarcación tiene muchos tripulantes, y que cada uno influye en su dirección.
¿Recuerdas “El ruido de un trueno”, de Ray Bradbury? En este relato unos viajeros en el tiempo matan involuntariamente una mariposa, lo que desencadena transformaciones que impactan hasta su presente. Bradbury evidencia en esta historia cómo lo que hacemos, o dejamos de hacer, tiene efectos… y nadie nos consultará si nos gusta o no. El mundo se transforma a diario: ya sea repitiendo hechos anteriores, o generando nuevas situaciones.
La pregunta es si estamos listos.
Como reflexioné arriba, los humanos nos condicionamos para vivir en la monotonía. Es práctico porque aprendemos a realizar ciertas actividades, es seguro porque tenemos una zona de confort y reconocemos cada espacio, y es confiable porque nos rodeamos de otros elementos cuyas formas de actuar conocemos. Al SAT también le conviene que así sea porque no tiene que buscarnos en otras actividades o sitios para cobrarnos impuestos: a mayor estabilidad, mayor control. Lo mismo pasa con el gobierno o con los idiomas: si los mantenemos como están, no tenemos que mover las leyes o aceptar neologismos como “compañeres”.
¡Sorpresa! El mundo está vivo y cambiando.
Solemos decir que aceptar el cambio es más sencillo cuando somos jóvenes, porque hay menos apegos (y comodidades), cierto, pero también hay menos independencia económica y emocional. Otros plantean que se facilita cuando se es viejo, porque hay ahorros e independencia. No me parece que sea regla: hay liberales viejos y conservadores jóvenes. Más que la edad es, creo, la facilidad de desprenderse, de desapegarse, de comprender la incertidumbre, o los vaivenes de la sociedad… y eso se genera por entrenamiento durante toda una vida.
Ya sea un asunto de adaptación o de impulso por lo nuevo, la variabilidad contiene mucha toma de decisiones. En mis años he escuchado a muchas personas pretendiendo cambios y abortándolos: del “me iré a estudiar a X sitio” al “si gana tal partido me voy del país”, pasando por el “¡Qué forma de destruir el idioma con sus “lenguajes inclusivos!”, tengo un largo repertorio de frases, y todas vienen de gente que, en general, recela del cambio.
Pero las transformaciones nunca fueron abruptas: solo fuimos ciegos a los indicios. Como dicen por ahí: “¡se les dijo y se les advirtió, pero no hicieron caso!”
Cierro con dos ideas: “Cómo analizar el cambio”, y “Cómo motivarlo”.
Para la primera, es necesario reconocer que las ideas innovadoras vienen siempre de personas innovadoras: habrá que observar a los creadores de tendencias y tener muy claro que en general, los pensamientos iniciales son buenos para el arte y los segundos para racionalizar. Dicho de otro modo: las ideas toman tiempo en madurar y convertirse en hechos reales.
Es importante también ver los cambios desde la distancia cronológica y no solo desde el presente: todas las ideas tienen un origen, frecuentemente remoto. Siempre hay momentos políticos o ideas fugaces, no obstante, es necesario estudiar cómo se sostienen en el tiempo: analizar la historia es, por ende, una fórmula esencial para comprender las transformaciones. Esto incluye la historia personal. Insisto: la generación espontánea no existe.
Algunas preguntas que pueden ayudar serían: ¿Qué hay detrás de la propuesta: a qué retos (personales o sociales) intenta responder? ¿Quién lo dice? ¿Por qué? ¿Su promotor tiene la habilidad de hacer que suceda o requiere una serie de aliados? ¿Es una moda o podríamos comprenderlo como una tendencia? Hoy, en tiempos de redes sociales en las que todos somos opinólogos y politólogos, es particularmente importante este punto: todo responde a un debate o argumentación. Más allá del simple intercambio de palabras, hay fenómenos sociales.
Y dos: ¿cómo motivar (o estar preparado para) el cambio? Lo primero es reconocer que algo nuevo sucederá siempre y que es mejor estar preparado: los humanos mueren, las empresas quiebran, las pandemias acontecen, los gobiernos se caen, ¡y hasta la naturaleza se expresa! Sugerencia: sal, cambia de trabajo, realiza nuevas actividades, aprende nuevas habilidades, lee todo lo que te caiga bajo la mano, habla con nuevas personas y más que reafirmar tus certezas, dale opción a la duda. Verás que es más aleccionador.
Para concluir: construir castillos de seguridad es lindo, pero todos se caen. Desde el imperio romano, pasando por el chino, o las fronteras políticas y las leyes, todo ha cambiado en el tiempo. La esclavitud duró 300 años, los árabes en España 700, y el PRI más de noventa. Nadie se salva, todo se extingue.
Por eso, es mejor ir sin miedo por lo nuevo: aprender a sortear lo que no nos gusta y disfrutar lo que sí. Siempre habrá algo que aprender; aunque no siempre nos demos cuenta que está ahí.