
De las personas que la conocen hoy, ninguna se imagina que era la más risueña de las niñas del pueblo. Reía por cualquier cosa, pero era también especialista en hacer reír. A veces lo actuaba, pero en general le salía naturalmente: era una mezcla de sarcasmo y gestos. Sabía hacerlo porque lo aprendió cuando era niña, pero ni siquiera recordaba a su madre: las separaron a los cuatro años y medio. La mamá terminó mal, pero era bromista hasta las cachas. Sí, ciertas cosas se heredan, otras se maman y otras se miman.
¿Cómo llegó a ser magistrado en temas penales? Nadie lo podría explicar, pero como juez no hacía más bromas: se metía en el caso y no lo liberaba hasta hasta hallar una solución y entonces sí –ritual obliga– bailaba sola en casa, se reía y se daba ánimos. Pocos tuvimos oportunidad de ver eso. Lo mío fue fortuito.
Fui guardia de seguridad de su fraccionamiento por años. Siempre puntual, siempre responsable, siempre atenta. Me gané el cariño de los residentes porque les sonreía en cualquier mañana, gris o soleada; vaporosa o seca; de domingo o de lunes. Como no tuve hijos, tampoco tenía necesidad de volver a casa temprano. La veía salir a caminar casi de madrugada. Al volver, se ponía a regar sus plantas. A las siete cuarenta, entraba a su casa a prepararse y desayunar. Varias veces la vi desde la caseta, desayunando en su terraza, con libro o periódico en mano. Supongo que me veía también, pero no decía nada. Me imagino que esperaba lo mismo.
En 10 años nunca pasamos del saludo, pero un día algo extraño sucedió: una persona llegó hasta la caseta de seguridad donde me encontraba y me pidió recibir una caja para ella. Antes de que pudiera decir que lo tenía prohibido, ya se había ido, dejándome en perfecta perplejidad. Como estaba a punto de terminar mi turno, dejé la caja en una mesa y unos minutos más tarde, me decidí a llevarla.
En cuanto toqué el timbre, salió. Estoy segura que me observaba desde que salí de la caseta. Con buena cara, me saludó e hice lo propio con mi mejor sonrisa.
–Buena tarde,– le dije. –No me creerá lo que pasó, pero llegó una persona y dejó esta caja con su nombre. Le dije que no la podía recibir, pero antes de un minuto se había ido. Apenas logré ver a un hombre con bigote, moreno, pero su gorra no me permitió distinguir más.
Estoy segura de que al entregársela ambas tuvimos miedo. Tal vez no era buena idea abrirla. El cartón, de unos veinte centímetros por veinte y unos quince de altura, no pesaba mucho pero, ¿Y si tenía algo malo? No debía dejarla abrirla. Se lo dije.
–No tengo miedo.– Respondió. –Pero en todo caso, usted tampoco debería correr un riesgo. Está dirigida a mí.
Nos miramos preguntándonos qué hacer. Le ofrecí llevármela o llamar a mis colegas, pero se negó en cuanto vio que la caja tenía un remitente, en lo que no reparé antes.
–Espera. Ayúdame –dijo, presa de una ansiedad súbita. –Pasa.
Entré en una casa sencilla pero elegante, apenas con los muebles necesarios, bien iluminada con grandes ventanales hacia un jardín trasero. Me dirigió a su cocina donde, increíblemente, había una foto de una iglesia que identifiqué.
–Ixca– Dije sin pensar. Me miró.
–¿Perdón?
–Ixcateopan… –dije tímidamente. –Se parece a la iglesia de mi pueblo.
Me miró con sorpresa y sin decir más, me escrutó. Con ojos desmesurados que jamás vi en ella, recorrió mi cara, mi uniforme; sentí su mirada sobre los ojos, la nariz, las cejas y cada una de mis arrugas, incluidos mis labios. Me imaginé que así serían los rayos equis.
–¿Tú eres de Ixcateopan? ¿Guerrero?
Y yo, sin saber dónde poner la mirada, asentí.
–Vine hace muchos años, cuando los narcos se comenzaron a meter. Nos mataron al hermano de mi papá y yo…
–¡Espera, espera… –me interrumpió. –¿Sabes que esto viene de… –giró la caja y me la presentó– “Ixcateopan, Guerrero”, dijo leyendo las pequeñas letras que no logré distinguir. –Esto tiene que ver contigo.
–Le juro que yo no… a mí solo me la dejaron en la entrada, señora. Ni siquiera leí eso, yo…
Se fue directo a uno de los cajones de la cocina y tomó un cuchillo. Yo me hice rápidamente hacia atrás, sin saber qué hacer: quería explicar, decirle que yo no sabía nada, que no entendía, pero me calló con un gesto. Resuelta, fue a la caja. Usó el filo de la hoja para cortar las cintas del envoltorio. Les juro que los pies me temblaban, las rodillas no me sostenían, las manos me sudaban, frías. Sentí que me desmayaba, me imaginé en la cárcel sin saber siquiera porqué: la magistrada, la ley, la señora elegante… Sin pedir permiso me apoyé en un banco de la cocina. Debe haber visto mi cara lívida, porque asintió, mientras abría la caja. Su cara sería y concentrada era la misma de todas las mañanas, de todas las tardes: impersonal, fría.
De adentro salió una bolsa de papel y de ella cuatro o cinco fotografías que miró con detenimiento, sin comprender. Distinguí una escuela y un grupo de niñas. Luego me las pasó, buscando en mis gestos mi respuesta.
–¿Entiendes algo de esto?
Al verlas se me iluminó la cara, no solo por la sorpresa, sino por la curiosidad y el alivio de seguir viva y completa. Las observé de nuevo con atención.
–Nelly, Agustina, Rómula y…. y…– En ese momento comprendí porqué su cara me era familiar: se me agolparon los recuerdos, como una ola que revuelca. –¡Y Fina! –dije triunfalmente.
Mi boca abierta no tenía más crédito que lo que veía. En ese momento vi, en la magistrada, esa sonrisa pícara que tanto nos hacía reír. –¡Fina, tú eres Fina! No lo puedo creer. ¡Eres Fina, la niña bonita, la que nos hacía reír a carcajadas! Nunca te volví a ver, solo recuerdo que un día te llevaron. Tu abuelita fue por ti a la escuela, y no supimos más. Lloramos tantos días, esperando que regresaras… Fina, la magistrada, miraba la foto una y otra vez, tratando de encontrarse, de encontrarme, de adentrarse en la imagen y en la memoria que había perdido.
–Entonces, tú… ¿Cuál eres tú, acá?
Le señalé a la niña gordita del fondo. –Siempre fui tímida. Mi mamá me regañaba por reír y no quería que saliera en las fotos, pero yo bromeaba mucho contigo. Era uno o dos años más grande. Me quedé en el pueblo para hacer la primaria, luego la secundaria y empecé la normal de señoritas en Chilpancingo pero no terminé: viví unos años más ahí, luego me casé, no tuve hijos, mi marido murió y así. Hace veinte años que estoy acá.
Comenzó a llorar y me contagió su tristeza. No recordaba nuestras caras y casi nada de Ixcateopan. Cuando se la llevó su abuela, fue como si le borraran los recuerdos. La llevaron a Taxco, luego a Toluca, a la universidad. Sí, recordaba que reía mucho de niña, pero no sabía por qué. Se tocó la cara y señaló lo que quedaba de unos hoyuelos que se le hacían en las mejillas.
–Mi abuela me decía que eran los hoyitos de las traviesas y me correteaba para agarrarme los cachetes. Era divertido, pero un buen día dejé de encontrarle sentido a todo eso y me puse seria. Debe haber sido cuando se fue ella y me quedé sola. Si yo te contara las que pasé…
Esa noche recordamos entre sus muy vagos recuerdos –y los nítidos míos– al Ixcateopan de nuestra niñez: sus pisos de mármol y las calles brillantes y resbalosas cuando llovía; las ciruelas que comíamos y bajábamos de los árboles… las señoras de edad, sin dientes, con enormes cabelleras negras y grises trenzadas, los rebozos de las abuelas, el día de muertos. Esa noche Fina hizo bromas y me hizo reír. Esa noche fina volvió la niña y se evaporó –por unas horas– la magistrada. Esa noche también envejecimos veinte años y nos arrugamos otro poco de tanto reír.
Entrada la madrugada me pagó el taxi de regreso y me pidió guardar el secreto. ¿Será que los ricos no deben reír? Al partir me regaló una de las fotos y quemó las demás frente a mí. Esa noche Fina tomó mezcal y viajó al pasado remoto para enterrarlo por siempre.
El día siguiente volvió a ser la magistrada y yo la guardia del fraccionamiento. Ahora pienso que ni siquiera me preguntó mi nombre. Un par de años después me fui de ahí y me regresé al pueblo, pero cumplí con mi promesa: guardé el secreto y, aunque la foto cuelga hoy de mi pared, nadie sabe que la magistrada algún día fue una niña feliz.
Más
Un ejercicio: imaginarse la vida de alguien que no conoces. Esta vez fue una guardia de seguridad de la que aún ignoro el nombre (y todo lo demás), pero veo casi a diario. ¿Cuántas historias hay detrás de cada uno de nosotros? Lo triste es no darnos el tiempo de preguntarlas y escribirlas.
Es también un pretexto para señalar el clasismo de este mundo, donde el orden jerárquico nos da permiso de ignorar a otros, de hacerlos menos, aunque en el fondo, vengamos del mismo lugar.
La foto
Para la carátula, aunque busqué en el archivo personal de la familia, preferí poner ésta, que viene de la enciclopedia guerrerense, acá. En otras ocasiones he referido a este pueblo del que era originaria mi abuela, y del que tengo pendiente un largo texto, que emergerá eventualmente algún día. La foto de acá abajo sí es familiar.

julio 2, 2023 @ 5:56 pm
Excelente cuento. Felicidades