
Encendió la luz y por encima del cuerpo inerte, la mujer miró con ojos vacíos la habitación. Era un espacio frío, como todos los hospitales: piso blanco, desgastado por el tránsito; paredes salmonadas, rayadas por aparatos y sillas de otras historias. Una puerta cerraba el paso a un baño blanco impoluto, y la cama levemente inclinada, se erguía al centro, como la proa de una barcaza. El pequeño buró, con cubierta de formica marrón y diseño de madera falsa, tenía encima unos pañuelos y cinco o seis cajas con medicina. Del cajón semiabierto asomaba una toalla, un trapo, una tela rosada, o algo así. La ventana, que minutos antes mostraba la calle, ya no difundía luz: solo se percibía la cortina beige, como de tergal, que le separaba del mundo exterior. Media hora antes, una bola de fuego había decorado el cuarto con tonos ocre, pero se había desvanecido. Prefirió apagar la luz de nuevo y se quedó ahí, en el silencio absoluto.
No supo si fue el olor del cuarto o la cubierta del libro sobre la cama, pero de pronto se trasladó a su infancia. Recordó primero a su madre; alta, con su vestido negro siempre elegante, perfecto. Al lado vio a su padre, sentado a la mesa en el jardín, refrescándose con el sombrero de palma de toda la vida, con sus tirantes rojos y la camisa levemente desfajada. El sudor bajaba por su temple, a pesar del esfuerzo por abanicarse. Pensó luego en el porche, el amplio jardín, la casa tan oscura cuando se entraba y el tiempo que tardaban en acostumbrarse los ojos para divisar el interior. Eso le gustaba: se imaginaba que al abrirlos, no sería la misma sala, ni la misma casa, ni el mismo lugar. Le gustaba soñar y enfrentar la realidad.
Niñez suertuda: de campo, cinco hermanos, un enorme terreno, caballos, gallinas, perros y muchos vecinos; todo un mundo a su disposición. Un día bajaban al río, otro iban a la tienda del abuelo; por la noche cazaban luciérnagas y en las mañanas caminaban a la escuela, donde la maestra Celia les mostraba libros con grabados de una sola tinta e imágenes de colores: mariposas, osos, flores, elefantes, leones, cebras y el mar, que solo pudo conocer pasados los trece años…
Justo en ese instante frunció el ceño, volvió el tic del ojo izquierdo, y se le agolpó la sangre en la sien. Se vio con quince o dieciséis años, asomada desde la ventana de afuera hacia la biblioteca, donde su padre vociferaba y caminaba en círculos con ambas manos extendidas, cerradas, palmoteando sobre la mesa, pegando con el puño en la pared y ella, sin entender, miraba a su hermano mayor con la cabeza gacha. “¡Te harás responsable, cabrón!”, fue lo último que escuchó antes de ver salir a su padre, azotando la puerta y a su hermano sentarse en el sillón, desconsolado.
Recordó el fin de la adolescencia, la vecina embarazada, los primeros sobrinos, luego sus hijos y esas reuniones pantagruélicas con decenas de niños corriendo, tías, invitados, ruido, música, gritos, discusiones, abrazos, llantos, carcajadas. Se detuvo varios minutos en sus reminiscencias familiares y otra vez se le crispó la frente: recordó entonces la pelea familiar con sus hermanos por la herencia, por el rancho, por la casa, hasta por la vajilla. Pensó cómo dejaron de hablarse primero unos con otros y luego todos con todos, o ninguno a ninguno, hasta dejar de frecuentarse, de visitar a los sobrinos, de dirigirse el saludo. Se le enjugaron los ojos y ahogó el grito: “¡Maldito dinero, maldito terreno, maldita juventud, maldito todo!”. Y recobró el presente a los ochenta, esa misma mañana, cuando recibió la llamada de un número desconocido que intentó contactarla cuatro veces.
–Tan desconocido no será –se dijo– Y respondió.
–Tía, soy fulana –le dijo–. Estoy segura que mi llamada te sorprende, pero que al mismo tiempo la esperabas.
Saludó cortésmente, casi con alegría, aunque se guardó de ser efusiva. –Sí, hija. Más o menos me lo imagino. ¿A qué hora murió tu mamá?
–No –dijo ella–. Está grave, pero todavía en el hospital. Me pidió llamarte. Quiere verte… me dijo que lo entenderías.
Calló un segundo, luego diez, tal vez medio minuto. Luego se percibió únicamente su respiración.
–¿Tía?
–Sí, dijo con calma y un suspiro. Es que, hace tanto…
–Lo entiendo, tía –la interrumpió–. A mí también me pareció raro, después de tanto y después de todo, pero no pude negarme y aquí estoy, llamándote.
…
Al entrar a la habitación se vieron. Con amor fraterno, sí, pero también con esa superioridad que nunca desaparece entre hermanos. La de la cama alzó la mano derecha, la que llevaba el suero; la recién llegada asintió con la cabeza, sin mover ninguna de sus arrugas, ni los músculos de la cara. La sobrina las miró: eran tan parecidas que uno podría confundirse. No solo en sus rasgos físicos, sino en el tono de la piel, en su forma de andar, la expresión, los movimientos de los ojos, la forma de las manos. Eran dos gotas de agua.
Cincuenta años después, las gemelas se volvían a encontrar. La de la cama hizo seña a su hija y ésta salió de la habitación sin hacer ruido. Se quedaron solas y en silencio, apenas interrumpidas por el imperceptible monitor, al que habían bajado todo el volumen: “¡No tolero escuchar mis adentros, apaguen esa cosa!”, había dicho la abuela.
Pasaron diez minutos, luego cuarenta y después una hora. La fulana no se atrevió a abrir. Tras la puerta se escuchaban murmullos y voces suaves que de pronto subían y se apagaban: se hablaba, se discutía, se callaba, y hasta parecía que se lloraba. “Cincuenta años”, pensó. “Cincuenta”. De pronto se hizo un silencio que duró una eternidad. El pasillo quedó a oscuras y la noche trajo consigo al guardia-sereno, que encendería las luces.
–¿Todo bien, señito?
–Sí, Don, gracias. Es que mi mamá me mandó traer a su hermana para hablar con ella a solas. Hace cincuenta años que no se veían. Ya llevan como una hora, oiga.
–¡Cincuenta! Sin cuenta –bromeó el policía. –No pus, hartos, señito. Seguro tenían mucho que decirse. ¡Compermiso!
Y sin decir más se fue por el pasillo encendiendo luces, pero mientras caminaba no pudo evitar bromear para sí mismo: Mira qué cosas. Cincuenta años sin hablarse con la hermana, y yo que quisiera no tener que verle la cara al imbécil de mi hermano cada vez que regreso a casa. Huevonazo, parásito, rémora. Le voy a preguntar la fórmula a la doña… Casi de inmediato la sonrisa se le desdibujó y casi lo dijo en voz alta: “Pinche haragán. Un día se estos, sí lo corro.”
–¡M’hija! ¡Ven!
Cuando entró a la habitación la penumbra era dueña: apenas un tono gris de sombra y negro de oscuridad traspasaba la cortina. Encendió la luz y vio a la tía en la silla contigua a la cama, aferrada a la mano de su hermana, la misma que había tocado mil veces, pero no había rozado en siglos: blanca, arrugada, floja, adelgazada por los lustros. Se giró hacia su madre, pero ésta ya no estaba: la mirada perdida, los ojos abiertos y los labios levemente púrpuras evidenciaban su partida. Vio a su tía llorar, no desconsoladamente, sino con lágrimas de viejo, de esas que surgen miedosas de los lagrimales secos y navegan los pómulos, perdiéndose en las mejillas llenas de arrugas, como lluvia en surcos de maíz.
La tía la cubrió con una sábana, le cerró los ojos y dejó que la fulana llamase a la enfermera. Le dio un abrazo cariñoso y partió. Todo había terminado.
…
Con su par de lágrimas secas se subió al taxi y le dio instrucciones. Una vez instalada en el asiento trasero, se sumió en el pasado. Lo recordó como si fuese un video del día anterior: dos hermanas, con idénticos vestidos de color crema, ampones, bordados de flores en el pecho y anudados a la cintura caminaban por un sendero de tierra, en una tarde de tonos rojizos que penetraban las cascadas verde-gris de los ahuehuetes. El riachuelo, casi seco pero con el tímido hilo de agua que corre en fin de temporada, las acompañaba de vuelta a casa.
Como era su costumbre, ella pidió acercarse a las telarañas que tanto llamaban su atención. Era una nube enorme, de dos o tres metros de diámetro, construida entre troncos, ramas, maleza y matorrales. Siempre observaban a las arañas negras con patas pintadas de rojo y cuerpo de manchas amarillas, brillantes: “Tienen cuernos y boca de diablo”, le decía una; “No, son como los rinocerdontes que nos enseñó la maestra Celia”, respondía la otra, “…solo que con muchas espinas, para perforar a las hormigas”. “No te acerques, no nos vaya a picar”.
Esa tarde vieron a un grillo sin patas traseras debatiéndose en la trampa. Justo cuando pensaban en salvarlo, la enorme araña escritora, como les había dicho su hermano mayor que se llamaba, se abalanzó sobre su presa y la enredó con ese hilo baboso que salía de su boca, o de su estómago, o de alguna parte de su cuerpo. Le dio vueltas y vueltas, hasta que el grillo multicolor dejó de debatirse y quedó envuelto como en un capullo, totalmente quieto.
–Hasta parece que lo arrulla, mira, se quedó tan tranquilo…
–¿Nos vamos?
En el camino a casa, aún tomadas de la mano, ella le dijo, reflexiva:
–Pues será lo que sea, pero ese grillito ya no podía brincar ni saltar de una planta a otra sin sus piernitas. Tal vez es lo mejor que le pudo pasar, ¿no crees? Quedó envueltito y arrullado–
Sin esperar la respuesta de su hermana, continuó su breve monólogo interno: –Cuando sea vieja e inútil, cuando ya no pueda brincar como el grillito, prométeme que me vas a envolver en un capullito para quedarme así, quietecita…
…
Sollozó una vez más e imaginó de nuevo la mano arrugada de su hermana en la suya. Bajó del taxi que justo entraba a su barrio y buscó el cesto de basura más cercano. De la bolsa de su vestido sacó una pequeña jeringa usada y sin mirarla siquiera, la lanzó dentro.
–Fue un acto piadoso. –Dijo en voz baja, y luego subió levemente el tono: –¡Fue un acto piadoso, hermana! Tenía que cumplir mi promesa pero también cobrarme la afrenta: ¡El terreno del río era mío, era mío, y tú me lo robaste! Y sin decir más, se fue caminando a casa con sus dos lágrimas secas.
Más…
Intento hacer un ejercicio de balance entre descripción y acción porque el cuento, desde mi punto de vista, es justamente esta búsqueda: acciones concretas y personajes contundentes. Los mejores que he leído consiguen atraparte en un escenario determinado, pero con situaciones bien puntuales.
Espero estar puliendo esto en el futuro…
La Foto
Me encontré esta pierna de grillo hace unos días en el exterior de la casa. Ya no sé si ella me inspiró a pensar su historia o si me dio elementos para parte de este cuento, pero es un hecho que me “habló” para decirme algo.
abril 24, 2023 @ 12:48 am
¡Qué buen relato!…te hace reflexionar sobre la existencia de sentimientos que son aún más fuertes que el propio amor que “debe” existir entre herman@s.
abril 24, 2023 @ 1:20 am
Yo creo que sí hay amor, pero TAMBIÉN hay otros sentimientos, y estos se meten en una especie de licuadora emocional, de la que salen nuestras historias de vida. Gracias por el comentario, Julius!
abril 23, 2023 @ 3:02 pm
La piernita en la foto es de saltamontes, en fin como sea, es muy parecido…
Me atrapo la historia, la forma, la trama, el tema tan de todos
abril 23, 2023 @ 3:52 pm
Tienes toda la razón! El encargado de la postproducción fue el culpable, :-p jaja. Gracias por tu comentario, Noé. Sí, historias de todos en nuestro desorden y emociones. Abrazo!